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“Recíbanse unos a otros, como también Cristo nos recibió.” (Romanos 15:7)
“Mi casa es su casa” expresa una sincera bienvenida para todas las personas. Se escucha esta frase a menudo en las comunidades latinas. Cuando los invitados están en casa, se vuelven parte de la familia.
Como familia de pastor nuestro hogar – durante los primeros pastorados de mi padre – estaba al lado de la iglesia. De ahí que siempre había gente “en casa” que no necesariamente estaba relacionada por sangre, pero de cualquier forma eran nuestra familia. Crecimos en compañía de muchos “primos” y “primas”, “tías” y “tíos” a pesar de que nuestra familia de sangre vivía lejos. Por no decir que la iglesia, por extensión, también era nuestro hogar, nuestra familia.
El conocido pasaje de Salmos 23:6, “En la casa del Señor moraré por largos días,” fue una realidad en nuestras vidas. Había actividad en la iglesia los siete días de la semana, ya fuera la escuela dominical y la adoración del domingo por la mañana y por la tarde, incluyendo la comida para toda la iglesia. Y luego a lo largo de la semana había ensayos del coro, oración y estudio bíblico a mitad de semana, grupos de jóvenes, reuniones de mujeres presbiterianas y hombres presbiterianos, eventos realizados en la iglesia por otras organizaciones locales y la limpieza de la iglesia los sábados. La hospitalidad cristiana se expresaba y experimentaba por todo el pueblo de Dios todos los días.
Una de las palabras para “hospitalidad” en el griego del Nuevo Testamento es filoxenia. Es una combinación de phileo (amor de familia) y xenos (extranjero), que significa “cuidar o amar a extranjeros.” La hospitalidad cristiana también denota el amor agape, que es el amor de Dios por todas las personas.
Lamentablemente, la genuina bienvenida de unos a otros que ha sido tan característica de la identidad cristiana a lo largo de los siglos es cada vez menos evidente en la sociedad.
En un mundo impulsado por la xenofobia o el miedo al extranjero, estamos llamados más que nunca a extender la hospitalidad de Dios al extranjero, a los pobres, a los que consideramos diferentes o indignos, incluso a aquellos con quienes no estamos de acuerdo, y abrazar a todas las personas como miembros amados de la familia.
Nuestro llamado es recibirnos unos a otros como Cristo nos recibió. Este tipo de bienvenida se convierte en nuestra oportunidad de amar a nuestro prójimo, cercano y lejano, como Dios nos ama.
La hospitalidad cristiana debe reflejar el ministerio de Jesús extendiendo el amor de Dios a todo el pueblo de Dios. Jesús dio la bienvenida y se hizo amigo de personas que podríamos etiquetar como indeseables y de mala reputación, personas con las que muchos no querrían asociarse.
Encontramos varios ejemplos en el evangelio sobre la frecuencia con la que Jesús dio la bienvenida a las personas excluidas. Estas personas incluían a pecadores, leprosos y extranjeros, así como a los poseídos por demonios. Algunos de los acompañantes más cercanos de Jesús eran personas marginadas, los “más pequeños de estos,” y también los despreciados cobradores de impuestos. Y son estas personas de ‘antecedentes de mala reputación’ con las que Jesús partió el pan, una de las expresiones de hospitalidad más tangibles.
La familia de Dios puede no parecerse a nosotros, ni hablar el mismo idioma, ni tener nuestras mismas tradiciones o visión del mundo. Como cristianos estamos llamados a expresar una sincera bienvenida a todas las personas. Que podamos, entonces, extender la extravagante y generosa hospitalidad de Cristo abrazando a todo el pueblo de Dios y diciéndoles: “Mi casa es su casa. Mi iglesia es su iglesia.” Démonos la bienvenida unos a otros como Cristo nos ha recibido y esforcémonos por vivir juntos en la casa de Dios todos los días de nuestra vida.
El Revdo. Lemuel García-Arroyo es el asesor de compromiso y participación de la misión de la Agencia Presbiteriana de Misión para la Región Sur.